Apenas un entusiasta

Nunca fui demasiado original, ni siquiera para soñar. Como la mayoría de los nacidos en la Argentina, cuando niño me ilusionaba con jugar un campeonato Mundial de Fútbol vistiendo la camiseta de las franjas celestes y blancas.

Fui un futbolista entusiasta y torpe; en partes desiguales, pues predominaba la porción de la torpeza. Un marcador de punta de la época en las que “el cuatro” se quedaba en su parcela como muñequito de metegol. Pisé las canchas con manchones de pastos desparejos,  primero en campeonatos infantiles, después en ligas pueblerinas y por último en las disputas de las copas “Amistad deportiva”. Torneos para veteranos en donde todos terminaban lesionados, porque a pesar del nombre, en esos encuentros no se mezquinaban patadas. Se disputaban “con el cuchillo entre los dientes”, como pedía el Cholo Simeone.

Los jugadores profesionales, en especial los muy hábiles, se retiran pronto. Más allá de las rodillas maltrechas, de los asados con mucho Malbec y otros excesos, el principal motivo que los lleva a dejar el fútbol es no poder seguir jugando a la altura de sus glorias. En cambio, los amateurs, sobre todo los rústicos, suelen prolongar sus vidas como futbolistas por mucho tiempo. Nadie lamenta la pérdida de dones que nunca se han tenido.

Continué jugando en campos de “once contra once” hasta después de cumplir los cincuenta años. Fue por entonces que abandoné ese deporte perfecto que inventaron los ingleses y acepté la propuesta de mis compañeros de trabajo: cambiar por el fútbol de salón. Eso de jugar “cinco contra cinco” en una carpeta uniforme de verde y traicionero césped sintético, era una acción sacrílega. Pero me permitió continuar trotando detrás de una pelota.

A los sesenta y cinco, me llegaron juntos la jubilación y el convencimiento de que era hora de colgar los botines. En esa decisión, no influyeron tanto los meniscos rotos, el sobrepeso, ni las recomendaciones del cardiólogo. Lo que no soporté fue la compasión. Hacía tiempo que los jugadores contrarios, veinte años más jóvenes, evitaban hacerme faul y luego hasta dejaron de marcarme. Pero cuando ya nadie me puteó, ¡fue demasiado! Resolví entonces que el próximo domingo sería mi último partido.

Nuestro juego comenzaba a las veinte horas. Un turno que siempre estaba disponible y era el mejor antídoto para combatir la “depresión de los fines de semana”. Todos los domingos, cuando se ponía el sol, el momento de los suicidas, comenzaba a enrollar las vendas para proteger los tobillos. Luego las  arrojaba en un bolso azul, junto con los botines blancos, el pantaloncito acordonado, las medias largas, las canilleras de plástico y cualquier camiseta extraída del último cajón del placar. De inmediato partía en el auto rumbo a la canchita para, una vez allí iniciar los ejercicios de calentamiento y las fricciones de los músculos con una emulsión verdosa.

Nos cambiábamos en un vestuario ubicado en el subsuelo. En el lugar se respiraba un tufo desagradable e indefinido. Un blend de aromas producto de las emanaciones de sobacos y entrepiernas; del amoníaco de mingitorios llenos; de los inodoros ocupados, más el olor del aceite verde y los perfumes baratos de los aerosoles antitranspirantes. El vestuario era un evidente foco de contaminación que hoy desencadenaría la airada protesta de Greenpeace. A nadie se le ocurrió investigar si por estar expuestos a los efluvios de ese sucucho, sufriríamos alguna mutación o quedarían enredadas las hélices de nuestros ADN. En ese antro, mientras nos disfrazábamos de futbolistas, intercambiábamos bromas con los rivales y discutíamos sobre hechos poco importantes. ¡Nos reíamos por boludeces!

Ese último domingo, el del retiro, alteré en algo la ceremonia previa. En el bolso azul no guardé las vendas. Nunca aprendí el secreto para lograr que no apretaran demasiado o se cayeran durante el partido. Elegí unas zapatillas de lona para reemplazar los botines blancos (y duros) y la camiseta, esta vez no fue cualquiera de las del último cajón. Desde una bolsa guardada en la parte alta del placar, saqué la de las franjas celestes y blancas con el 10 en la espalda. La que lucieron Kempes y Maradona. La de Messi.

Esa noche, la última, los muchachos se asombraron cuando les advertí que esta vez sería delantero. Más sorpresas ocurrieron al verme jugar con amagues, pisadas y hasta entradas con regates cerca del arco. Hubo un penal y por primera vez, no era yo el autor de la infracción, por el contrario, fui el derribado entrando al arco con pelota dominada. No entregué el balón al mejor del equipo, como se esperaba, y lo acomodé para ejecutar la pena. En lugar de un tiro potente y al medio, opté por un toque suave al sitio opuesto hacia donde se arrojó el arquero. La pelota lamió la base del palo y escapó hacia fuera. El penal errado no me impidió seguir jugando contento. Aumentó mi entusiasmo al comenzar a meter goles. Recuerdo el primero: un centro fuerte que cabeceé hacia abajo, la pelota picó en el pasto de mentira y saltó para besar la red. El último, lo convertí cuando ya finalizaba el encuentro y empatábamos 11 a 11, (esos raros marcadores del fútbol 5). Fue un rebote que quedó en el aire y empalmé la pelota de volea. La “caprichosa”, como la llama Quique Wolff, salió disparada hasta inflar la red. Me abrazaron todos los de mi equipo y hasta recibí las felicitaciones de algún rival.

La escena no terminó exactamente como la había imaginado el niño que fui. Aquella ilusión, terminó devaluándose un mil por ciento (casi tanto como nuestra moneda). Sin embargo, en el momento de quitarme la camiseta blanquiceleste por última vez empapada, me pareció estar viviendo un sueño. Pequeño, agridulce, intrascendente. Pero un sueño al fin.

(El autor dejó de jugar en 2016. Para el Fútbol no significó ninguna pérdida, pero para él, sí). 





Comentarios

  1. Estimado Dr Beltramino. Tuve la buena fortuna de llegar a su blog gracias a mi amigo y colega Patricio "Quique" Insaurralde, que me compartió el link ( quuzás como regalo del 20 de julio), y seguramente mañana el día comenzará riéndonos juntos al recordar estas vívidas y sentidas anécdotas suyas, a las que Quique agregará más aires santafesinos. Desde ya, su seguidor, y le agradezco la alegría con la que mira la realidad. Abrazo

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