“El Pumpido” (Comedia, pasión y llamas)

Córdoba es una capital de provincia, ubicada en el centro de la República Argentina, orgullosa de mostrar sus diferencias con la ciudad puerto de Buenos Aires. La identifican: una Universidad de cuatrocientos años, las iglesias centenarias, un cinturón de industrias, el sonido de la música popular de los cuartetos y las particularidades de sus habitantes. Gente que habla el español con una cadencia especial y que ha hecho del chiste rápido su bandera.

En la tonada cordobesa, se alargan las vocales que preceden a la sílaba acentuada. Por ejemplo para nombrar: “capital”, “camión”, “mamá”, los mediterráneos dicen: capiital; caamión, maamá. Y maamita, si se tratase de una llamativa mujer (aunque la señorita no tenga hijos).

Según una encuesta sobre el primer Gobierno Patrio, realizada en escuelas cordobesas, el personaje más recordado por los niños fue Saavedra; aunque podría tratarse de un estudio apócrifo.

Los habitantes de Córdoba prefieren reemplazar con la “i”, a otras letras o sílabas. En lugar de: tienes; cállese; quieres y pollo. Ellos prefieren: teení; caaiate; queerí y poio.

Desde niños, los cordobeses se acostumbran a ser llamados con un artículo que precede al nombre de pila. Por ejemplo: Felipe; Lucas y Clara, son: el Feeli, el Luuquita, y la Claarita.

La tonada sería una herencia del habla de los sanavirones, pueblo originario que habitaba en la región, al que le fue impuesta la lengua de los conquistadores. Pero como dijera el profesor Antonio Catinelli, en su libro “Estructuralismo y gramática”: "Es más fácil cambiar de lengua que de entonación". (¡Gran reflexión la del Tano Catiineli!).

Además, los cordobeses son muy creyentes. O por lo menos lo fueron hasta finales del siglo veinte, cuando las obligaciones del calendario litúrgico de la Iglesia Católica se respetaban religiosamente. (si se me permite la redundancia). Por entonces, durante la “Semana Santa” se suspendían los partidos de fútbol, los bailes “cuarteteros”, cerraban los cines y los teatros. A excepción del Teatro Comedia, el que quedaba cerca del Mercado. Todos los años para esas fechas santas, con el beneplácito de la Iglesia, una compañía porteña reponía “Vida, pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo”, de Zecca y Nonguet.

En el otoño de 1985, por enfermedad o por ahorrar un pasaje, no viajó uno de los actores de reparto. Para reemplazarlo, el director recurrió a un muchacho empleado en las tareas de limpieza del teatro. Timorato, flaco y de cabellera enrulada, tenía cierto parecido con Neri Pumpido, el arquero del equipo nacional de fútbol, por lo que todos lo conocían como “El Pumpido”. Ante el ofrecimiento, el empleado dudó. Si bien cuando adolescente soñaba con ser actor, hablar en público le causaba pánico. Aceptó subir a las tablas, cuando le aclararon que su personaje no tendría parlamento. Debía representar al Jesús crucificado. Estar en medio del escenario, atado en la cruz, con una corona de falsas espinas sobre la cabeza y el delgado cuerpo apenas cubierto con un taparrabos de rústica tela blanca. Por supuesto, tanto los clavos en las extremidades, la sangre cayendo por la frente y el lanzazo entre las costillas, serían de utilería. Solo se trataba de aguantar con los brazos atados al madero y los pies cruzados y apoyados sobre una cuña. Y “El Pumpido” sería un muchacho tímido, pero era solidario y aguantador.

A pesar de que se trataba de un argumento repetido desde hacía casi dos mil años, un público devoto llenaba la sala y seguía el desarrollo de la historia en respetuoso silencio. En el último tramo de la obra, el de mayor tensión, en medio del escenario levantaron la cruz de madera con el Señor (“El Pumpido”). Abajo lo rodeaban: una llorosa María Magdalena, Simón que negaba conocerlo, soldados romanos que lo agredían y el pueblo desentendiéndose de todo.

El Crucificado (“El Pumpido”), callado y de acuerdo con lo indicado por el director, con la mirada fija hacia la María Magdalena. La actriz que la personificaba era una hermosa mujer que se había lucido en el papel principal de otras puestas bíblicas como: “La voluptuosa de Babilonia” o “La salerosa mujer de Lot” (ambas de autores anónimos y aptas para mayores de veintiún años).

“El Pumpido”, inmóvil, apreciaba desde lo alto de la cruz la belleza de la Magdalena. En realidad, el calificativo” inmóvil” no abarcaba a la totalidad del delgado cuerpo, pues la tela que cubría sus partes íntimas experimentaba un sostenido movimiento ascendente. Como sucediera durante los conflictos obreros, en tiempos del “Cordobazo”, cuando el paro ya era “por tiempo indeterminado”; con destreza, “El Pumpido” logró liberar de las ataduras a su mano derecha y justo en el momento en el que con suma discreción la dirigía hacia el taparrabos, desde el fondo de la muda platea se escuchó un vozarrón alertando: ¡Puumpio, no la tooquei ques pior!

La historia me llegó a través de un médico cordobés, de visita en Santa Fe para hablar sobre “El niño con asma”. Fue hace décadas, a orillas de la laguna de Guadalupe, cenando en el comedor “El Quincho de Chiquito”, alrededor de una animada mesa con platos de pescados de río excepcionales, regados con vinos blancos comunes. Demasiados, quizás...

El 28 de junio de 2007, se conoció la noticia de que el tradicional Teatro Comedia de Córdoba había sido destruido por un voraz incendio, sin que se pudiese identificar la causa. Al descartarse una falla eléctrica, lo habitual en estos casos y, enterado de que las llamas habían comenzado sobre el escenario, pensé si no cabría considerar la posibilidad de que persistiera alguna ceniza mal apagada en aquella noche ardiente de “El Puumpio”.





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